(Chicapájaro esconde instantes de vidas bajo las alas y cuando sale a volar siempre se le terminan enredando entre las plumas)

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(ocho)

Las olas lamen la orilla de la playa y Jueves sonríe un poquito, el Sol dándole de lleno sobre la piel, el rugido del mar elevándose por encima de los acantilados.

Hace un día espléndido: las gaviotas vuelan a ras de océano y el viento acuna las dunas de arena con mimo. Jueves se mesa el pelo pajizo con lentitud, la sonrisa vaga cual constante matemática en sus labios, descalzo, al descubierto, en paz. Con los ojos clavados en la vasta extensión del mar, el muchacho se imagina –por un momento– qué hubiera sido de él si hubiera nacido lobo de mar, en vez de ser simplemente un enamorado sin causa. Si hubiera nacido con agua salada en las venas, si se hubiera criado entre historias de pescadores, monstruos marinos y el azul cerúleo poblándole la vida, en vez de simplemente los sueños.

Cierra los ojos, un momento. El océano vuelve a tronar, las olas muerden el litoral de forma regular y profunda, como eternos amantes que nunca van a dejar de tenerse hambre. En algún punto de la tarde, entre tanto pensamiento de tristeza, Jueves acaba por quedarse dormido. 

No se lo suelo decir a menudo, pero Jueves no sabe lo mucho que se equivoca a veces. Y es que, ¿sabes? aunque él no llegue a creérselo del todo, aprovecho que ahora duerme para contarte un secreto: para un chico como él, futuro navegante de mares de punta a punta, pirata del confín más allá del horizonte, el rugido del mar siempre será la mejor nana que jamás creímos posible.


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